Por César Gabler
Lo Barnechea -es de seguro- una de las comunas en donde se encuentra la mayor cantidad de escultura reciente en el espacio público. Si Providencia cuenta con El Parque de las Esculturas, un sitio de referencia obligada para quienes se interesan en la especialidad, Lo Barnechea ha hecho lo propio instalando piezas en distintos puntos de la comuna y luciendo una importante colección en sus instalaciones. Conscientes de su patrimonio y con el ánimo explícito de conectarlo al público es que han implementado La Ruta de las Esculturas un recorrido que contempla la obra de ocho artistas: Francisco Gazitúa (El Caballo de Lo Barnechea), María Angélica Echavarri (Leer, saber, pensar) Tim Scott (Song for Chile II), Sergio Castillo (Puerta de la Percepción), Vicente Gajardo (Piedra del Encuentro), Marcela Romagnoli (Equilibrios en Pie Andino), Federico Assler (Ferrum y Flora I) y finalmente Cristián Salineros con Plegar el Paisaje. Sería forzado un intento por encontrar un nexo relevante entre las propuestas de los artistas. Antes que eso, resultan significativas las diferencias.
Si seguimos el orden sugerido, el recorrido abre con el caballo de Francisco Gazitúa. Homenaje a la actividad corralera típica de la comuna, el equino metálico conjuga el lenguaje ingenieril del artista, con una figuración sintética. La escala es colosal y el entorno que la acompaña parece sugerir una carrera en el campo. La pieza conjuga una síntesis de valores modernos, con una lógica monumental y lúdica y de paso, se convierte en un elemento icónico. Probablemente no es una de las piezas más representativas del artista, pero resuelve un aspecto que muchas veces queda desatendido en la escultura pública: el espectador. Sin menospreciar a la audiencia, la propuesta propone un conjunto de señas reconocibles que permiten a los transeúntes y automovilistas, identificarla como un hito.
No es poco. Porque el arte en el espacio público es una intromisión, fuera del entorno artístico “natural” que es el Museo o la galería, en el ámbito colectivo la obra de arte está abierta a la mirada colectiva- y en seguida- al juicio o la opinión. Esa apertura puede suponer un reto para los artistas, conseguir atención de una multitud que no está habituada al lenguaje artístico y a partir de ahí empujarlos hacia una reflexión. Hay piezas cuyo empuje es hacia afuera: expulsan al espectador valiéndose de un lenguaje que puede resultar críptico o distante, a tal extremo que instalan a su alrededor indiferencia o rechazo. No es fácil dilucidar que es lo correcto: ¿instalar una obra de gran valor artístico a sabiendas de que será incomprendida, como una forma de educar a la audiencia? ¿presentar obras que se acoplen al sistema de valores o creencias del público, aun cuando no representen del todo las ideas o convicciones del artista? Esas son algunas de las interrogantes. A veces la respuesta de quienes detectan el poder estético -directores/as de museo o de organizaciones artísticas- es apuntar a la “excelencia” y esperar que el tiempo les de la razón. Se trata de un gesto que puede estar cargado de autoritarismo. Su opuesto, es la instauración de un cierto populismo estético o cultural, que supone de inmediato que cualquier propuesta artística que abandone el ámbito de lo reconocible será rechazada, como consecuencia se perpetúa la lógica monumental incluso en su faceta humorística, como ocurre con el parque de las esculturas dedicadas al cómic en San Miguel.
Distintas en escala y lenguaje, las obras de Marcela Correa o María Angélica Echavarri parecen sugerir una preocupación similar a la de Gazitúa y comparten una voluntad lúdica y meditativa, en una escala física mucho menor. Amabas piezas funcionan desde la figuración, resolviendo la representación corporal con distintos grados de abstracción.
Las piezas de Castillo y Gajardo ofrecen algunas formulaciones típicas del modernismo clásico. Lenguaje abstracto geométrico que evoca tanto las propiedades de la materia, como un conjunto de valores espirituales cuya representación se acondicionó a ciertos aspectos plásticos que representan lo esencial de la escultura: el vacío, la masa, el ritmo. Resulta interesante que ambas piezas, ejecutadas en piedra y en fierro, se desarrollen a partir de la repetición y el desplazamiento de elementos serializados. En la “Puerta de la Percepción”, de Castillo, lo que parece ser un conjunto de rieles ferroviarios o estructuras de fierro prefabricadas, permite la construcción del espacio virtual que el título sugiere. Una suerte de pórtico, sugerido, que parece invitar hacia un más allá, enmarcando de paso su entorno. Algo similar reconocemos en la obra de Gajardo. Sus volúmenes semi circulares, se repiten de forma modular configurando una suerte de banca. Una forma muy particular de reinterpretar los principios del minimalismo, recogiendo la serialidad, pero desechando la frialdad industrial en favor del oficio esencial del cantero. Assler en Ferrum y Flora despliega su reconocido dominio del concreto para evocar un mundo orgánico que dialoga con el entorno semiurbano que lo rodea. El caso del británico Tim Scott, es distinto, su obra convierte el metal en un volumen orgánico, en el que las piezas metálicas conservan aún las trazas mecánicas de su origen, pero se despliegan en el espacio de un modo dinámico.
Numerado como cierre del recorrido aparece el proyecto de Cristián Salineros, Plegar el Paisaje, cumple exactamente aquello que su titulo sugiere. Su irregular forma poliédrica, recubierta con una superficie reflectante, transforma el paisaje en una composición cubista. Cada una de sus caras refleja en forma invertida, el entorno y lo transforma de modo caleidoscópico. La pieza es tanto un volumen como un dispositivo óptico un juego visual que intriga y se convierte en fenómeno. Sin saber de arte, cualquier espectador puede conectar con una pieza que está ahí no solo para ser vista, sino para despertar la curiosidad por aquello que la rodea.