Por César Gabler
Nació en Estocolmo en 1929, pero hizo un arte, que por momentos encarnó de manera tan profunda como superficial, el costado más banal de la Norteamérica de posguerra. Claes Oldenburg, figura icónica del pop, murió ayer a los 93 años, a consecuencias de una caída. Una carrera, la suya, íntegramente dedicada a la escultura de las cosas: objetos pequeños, objetos medianos, objetos grandes y objetos gigantes en el espacio público, que desafiaban la escala arquitectónica. Y parecía burlarse de su seriedad: la cultural de los museos, la corporativa de las empresas. Unos y otros, hablaban tanto del ingenio plástico del artista, como de su capacidad innata para reconocer en ellos, más de alguna insospechada proyección psíquica, formal y táctil. Sobre todo en su obra temprana, animada por lo que parece una proyección erótica sobre las cosas.
La obra de Oldenburg, lejos de envejecer, parece casi siempre tan actual y hasta inquietante como al momento de sus primeras apariciones, hace ya más de 60 años. Quizás el de sus primeros años, sea un estilo más datable, con esos rastros aún latentes del expresionismo abstracto que había reinado en la década anterior; pero de ahí en adelante, el artista sueco-norteamericano, supo hacer suyos la materialidad y el espíritu de su época, proyectándolo a un futuro que hoy es omnipresente. Vivimos, claro que si, en el imperio de las cosas, y Oldenburg lo señaló con claridad, y una buena dosis de humor, hace décadas.
Con un extenso legado en solitario que luego amplió junto a su pareja, la artista y curadora holandesa Coosje Van Bruggen, su cómplice desde 1976 hasta su muerte en el año 2009. Junto a ella emprendieron una serie de proyectos monumentales, que adelantaron en varias décadas el trabajo de artistas como Jeff Koons o Damien Hirst, devotos también, de la escala colosal y el impacto mediático. Desde perros de ropa a navajas suizas monumentales, la pareja logró suscitar lo mismo: curiosidad y placer, que irritación y controversia ante lo que aparece, a ojos de algunos, como un sinsentido ¿para que magnificar lo banal?
La trayectoria de Oldenburg es una de las más notorias del arte pop, probablemente junto a Rosenquist, Lichtenstein, y Warhol, compone el cuarteto principal de aquel movimiento, siendo él, sin duda, el escultor más destacado de aquella escuela, cuyo impacto es aún visible. No podemos sacudirnos del pop, porque aún imperan casi todas las condiciones que empujaron su nacimiento. Corregidas, aumentadas, globalizadas.
Salvo en sus dibujos, sensuales juegos de volumen y línea, su obra tuvo como eje central el mundo de las cosas, de los objetos. La escala natural y los materiales precarios de sus piezas iniciales, esas que presentó en una exposición clave “The Store” en 1961, dio paso a una progresiva complejización de materiales y escala. Al principio parecía que lo suyo eran las piezas de tramoya de sus caóticos happenings, esos que protagonizó junto a artistas como Jim Dine, Red Grooms o el mismísmo Allan Kaprow. Pero las cosas no tardaron en evolucionar.
Confesaba en una entrevista de 1965 que su experiencia temprana en el periodismo lo llevó a interesarse en el teléfono y la máquina de escribir, como motivos para su propia escultura. Aparecieron así transformados en objetos blandos, como pieles sin esqueleto, fláccidos. Su escala y materialidad-alteradas-eran tanto un desafío a la tradicional dureza de la escultura, como un emplazamiento a sus valores humanistas. La consistencia de aquellas cosas, algunas valiosas mercancías, aparecía desinflada, exangüe, con su vigor extraviado.
Oldenburg no seguía los dictados figurativos que venían de Europa -Moore o Giacometti- pero tampoco la ambición abstracta que imperaba en aquellos años en Estados Unidos. Los suyos eran asuntos corrientes, el latir de la vida misma, su decadencia, su vulgaridad; su casi inevitable falta de sentido, su segura obsolescencia. Lo mismo podía reparar en un hot dog rebosante de mostaza, que en un enchufe sueco. “Estoy a favor de un arte que se mezcla con la basura cotidiana y aún así sale con la cabeza bien alta” señalaba en un extenso manifiesto en 1967. Sus modelos parecían los supermercados, pero también las calles, los bazares, los restoranes de comida rápida, las líneas de ensamblaje de las fábricas de autos, cuando Estados Unidos era aún el mayor exportador del mundo y conciliaba con desvergüenza su espíritu liberal y democrático con la segregación racial y las intervenciones militares y políticas.
El arte de Oldenburg puede antojarse, como una elegía materialista, un homenaje continuo a los objetos, pero está lejos de la pura celebración, antes que eso, el suyo aparece como un juego serio, uno en que la única regla es evitar el cuerpo humano-ese protagonista indiscutido en la historia de la escultura- para solo atender a la naturaleza de las cosas. Y recordarnos con ellas y ahora con su muerte, que de seguro tendrán una vida más larga que todos nosotros.