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Caminantes, Osvaldo Peña

09 de junio de 2023

Por César Gabler

Con casi cinco décadas de producción, Osvaldo Peña (Santiago, 1950), ha marcado a la ciudad de Santiago con la presencia paradojal de sus caminantes. Vestidos o desnudos; de lustre metálico o encendido color amarillo, la presencia de aquellos personajes, enigmáticos siempre, plantea interrogantes varias y sugiere más de una lectura. Distinguido hace unos meses por la Universidad Finis Terrae, una de las instituciones en las que enseña, conviene repasar la obra de un artista, que acompaña nuestros tránsitos diarios y al que quizás no le hemos prestado la atención que merece.

Desde la temprana crítica social que animaba sus obras de los ochentas, hasta su actual representación del mito y la naturaleza, el artista parece fiel a un ideario artístico, en el que se conjugan figuración narrativa y discurso poético. Hay una continuidad más o menos evidente en lo estilístico, qué duda cabe, pero atenta a las sugerencias de los materiales y los contextos en los que le toca intervenir. Metal, fibra de vidrio o madera son -en las manos del artista- vehículos para articular unos relatos que sugieren metáforas sobre la existencia, interpelan el presente y aprovechan las condiciones del emplazamiento, de manera muy específica. Algo particularmente notorio en obras como “El Puente” y “El Viaje”, emplazadas en las estaciones del metro Baquedano y Universidad Católica, respectivamente.

Crítico sin caer en la denuncia explícita; figurativo, sin abrazar el realismo, Peña parece preferir la sugerencia y hasta una visión poética de las cosas y las imágenes, que la presentación de temas contingentes con referencias evidentes. Algo que en una obra como Pueblo -de 1988- insinuaba de un modo mucho más directo y formalmente menos afortunado. Aquella pieza, grafiteada hasta la saciedad, parecía proyectar en formato tridimensional los antiguos rituales del muralismo y evocaba a la multitud de las protestas masivas, la dictadura estaba a punto de terminar. En ese sentido puede vérselo como un artista cercano al humanismo de tintes universales profesado por Mario Irarrázaval. Sin embargo, la adición del color, el empleo de materiales como el plástico y el acero, dotan a su imaginario de un toque urbano. Sí, el amarillo puede representar la luz solar, su energía vital proyectada en la ciudad, pero es también un color usual en la señalética, como si el imaginario de la calle contagiara a las obras y estas -a su vez- transformaran sus signos más evidentes en otra cosa. El arte como instancia de transfiguración.

 

Caminantes

Rodin y Giacometti hicieron en múltiples ocasiones, figuras de caminantes. En el caso de este último, sus figuras avanzan a pasos largos (Hombre que camina I y II), con las piernas extendidas y los pies, de formato xl, prolongando sus huellas sobre la superficie, como si les costara trabajo desprenderse del suelo. Aquellos seres, abstraídos, parecen hablar de la angustia moderna del hombre urbano. De su prisa, de su indiferencia, de sus rutinas impuestas. Anónimos, de ahí la falta de rostro preciso o una indumentaria que los fije a un tiempo o una geografía precisa. Los caminantes de Peña son herederos de esa tradición, pero su complexión es otra, y también su destino. Los sujetos que propone el artista -y los elementos arquitectónicos o naturales que construye para ellos- gozan de esa imprecisión casi metafísica, que ostentan Giacometti o Moore, pero ciertos detalles, sitúan el universo del artista, en el presente.

Instalados en las calles de nuestra ciudad, hasta convertirse en hitos, el escultor chileno propone con ellos, una suerte de realidad paralela. Lo mismo podría decirse de cualquier escultura pública, sin embargo, la interacción que sus mejores piezas tienen con el entorno, las diferencias de cualquier otra obra dispuesta sobre un plinto y las ubica en nuestra contingencia espacial y reflexiva.  Se valen del contexto en el que están emplazadas, y aprovechan las particularidades de la geografía urbana a su favor. Son obras que difícilmente pueden cambiarse de lugar, sin alterar buena parte de su efecto y también su sentido.

“El Puente”, la notable obra de la Estación Baquedano, es una ilustración magnífica de aquello. El personaje que cruza la viga de madera -dividida por el centro y emplazada a quince metros de altura- parece irrumpir en un espacio que en cierta medida replica la experiencia de los transeúntes, pero en unas condiciones materiales diferentes. Aquella diferencia, podríamos llamarla extrañamiento, hacen del personaje un aparecido. La particular iluminación que recibe, un tenue foco cenital, contribuye a acentuar la teatralidad del acto, como si se tratara de un súbito funambulista, dispuesto a sorprender a los pocos transeúntes atentos. Aquel sujeto, desnudo, no parece de este mundo y circula por un espacio que es y no es el nuestro. Su distancia nos obliga a leerlo como una metáfora, una declaración. Cada uno puede atribuirle su propio qué, como el propio destino.