Inició su formación artística en Argentina y la continuó en Chile. Huía junto a su esposo, del corralito y la crisis generalizada. No era fácil, estaba embarazada de su primer hijo y no tenía vínculos particulares con Chile. Era el año 2002. Apenas llegada y por orden médica, abandonó el esmalte sintético con el que trabajaba entonces, y lo cambió por papeles de colores con los que paulatinamente descubrió otro lenguaje. Todo gracias al taller de color de Eduardo Vilches que comenzó a cursar en la Universidad Católica. Luego vendrían la cerámica y el taller de Eugenio Dittborn. Un cocktail tan variado como sus propios intereses. Y es que Sofía Donovan es inquieta -mucho- y resuelve su aburrimiento con cambios y decisiones: Técnica, lenguaje, país. Uno lo descubre al hablar con ella o al recorrer su gran taller, La Roca, que comparte hoy día junto a Jorge González y Óscar Zenteno. Ahí, en ese enorme galpón, la rigurosa organización de sus materiales contrasta con las formas y soluciones inesperadas que gobiernan las obras que crea la artista. Orden y caos, una dualidad que la inquieta.
Las obras que viene haciendo hace más de dos décadas se resisten a los contornos rectos, los colores monocromos y a las “buenas formas”; prefieren en cambio, la inestabilidad, la sinuosidad de la curva que remeda al cuerpo, los colores vibrantes. También rechazan las definiciones simples. Sus piezas recientes nacen casi siempre de la fusión de elementos dispares. Objetos reconocibles que se funden con otros en un suerte de collage y colisión, contrariando la estética de la cerámica, devota por lo general de la síntesis elegante y la pureza de los materiales. Principios que son la antítesis de la artista.
¿Cómo te insertaste en el mundo artístico local?
Poco después de llegar y sin conocer a nadie, alguien me dijo ¿por qué no haces el curso de color con Vilches en la Católica?. Y me metí en la Católica, hice el diplomado, de Historia del Arte y tomé el curso con Vilches. Empecé con él y después seguí otros cursos. Eso fue el primer año, que estaba embarazadísima y muy sola. No tenía taller, no podía hacer mucho. Y me enganché con el tema del recorte de los papeles y del color. Me pareció buenísimo el curso. Y ahí empecé a pasar de la pintura a los recortes en madera. Porque, al lado del departamento donde vivíamos, encontré una casita que estaba medio abandonada. Y justo, la dueña era la misma del departamento y le alquilé un cuarto y empecé a trabajar en los collages. Y, abajo de la casa, había un taller en el que guardaban cosas de escenografías. Entonces, ahí empecé con la idea de hacer esos collages, pero con maderas: recortadas y pintadas. Y esa fue la primera muestra que hice en el 2005, creo que fue en la Galería Stuart. Y mostré esas piezas en Buenos Aires, también antes, en la Galería Elsi del Río.
Las recuerdo, eran unas piezas murales…
Eran collages de madera, recortados y pintados. Empecé a unirlos en bloques. Participé en una muestra con otros artistas -en Artespacio- y las galeristas de Artespacio veían medio invendible que estas piezas fueran sueltas, entonces me pidieron que las juntara en algo más unido. Ahí empecé a trabajar en estas piezas recortadas, pero en formas más grandes, casi murales. A esa serie la llamé Cuerpos Cueros, porque eran cuerpos calados y tallados. Eran fragmentos de cuerpos que salían de los dibujos que había estado haciendo con modelo vivo mientras estaba embarazada de mi segundo hijo.
En esa época tenía fijación con el tema de las pieles, los cueros, todo lo que eran superficies. Se ve que el tema de la maternidad se mostraba en esa obsesión por los cuerpos que se forman desde pequeños fetos como protuberancias que crecen y luego se van transformando. Las piezas de maderas eran inspiradas en cuerpos y luego abstraídas en composiciones nuevas que reptaban por las paredes. Posteriormente a eso, empecé a encontrar que era muy pesado el tema de la caladora, del lijado, necesitaba algo más maleable y no encontraba qué. Trabajé una serie en que usé los negativos que me quedaban de esos recortes y empecé a rellenarlos con fotografías impresas, también de fragmentos de cuerpo de mi abuela, de mis hijos que eran chiquitos, como en unas micas transparente.
¿Y qué resultaba de eso? ¿Una obra abstracta?
Eran como unas especies de test de Rorschach, porque en ese momento me había obsesionado con el cuerpo. Y como soy bastante hipocondríaca, ese año me había hecho miles de scanners porque pensaba que estaba enferma. Entonces, toda esa serie se llamó Diagnóstico por Imágenes, y la mostré en lo de Florencia Loewenthal. Estaba inspirada en esos scanners, en las formas recortadas de las radiografías, por decirlo así, que en ese momento me las daban en papel. Pero yo las trasladaba a estas placas y después les trabajaba con las fotos de fragmentos de cuerpos y con resinas que iba coloreando. Ahí trabajé un tiempo hasta que, de golpe, me vino una depresión tremenda, me agoté, se juntó todo y paré de hacer arte. Dije que no quería hacer más arte, que no iba a trabajar más, que bla, bla, bla. Y paré como un año sin hacer nada hasta que, obviamente, no me aguantaba no hacer arte porque soy creativa por esencia.
¿Y qué hiciste con las ganas?
Un día me anoté en un taller de cerámica, en lo de Lise Moller, porque siempre me había llamado la atención la cerámica. Yo hacía cerámica con mi abuela en el campo, cuando era chica. Tenía un tallercito y era algo como que me había quedado, pero yo nunca lo había seguido porque pensé que no era buena para el volumen. Me autocensuraba y además, no tenía un taller adecuado. Era muy chiquitito, no tenía espacio. Pero, bueno, al final uno siempre vuelve donde parte. Es imposible escaparle a lo que uno es. Estuve tres meses en el taller de Lise, que ella me tenía rigurosamente haciendo cacharritos y pots, como se dicen, no sé, ¡ah! ¡Sí! Vasijas utilitarias, las cosas básicas para aprender. Después empecé como que quería más color, que quería más libertad. Un día me lo encontré a Benjamín Lira en una cena y me dijo ¿por qué no venís al Huara Huara? Que Ruth tiene más colores y te va a dejar hacer más lo que quieras y allí partí, con un entusiasmo a prueba de balas. Y ahí exploté. Me volví loca con la cerámica, pero loca ¡me encantó, me encantó! ¡Me volví loca! Y estuve en ese taller trabajando en cerámica durante tres años más o menos.
¿En qué estilo?
Obviamente, estilo Donovan, llegó un punto que quería más y más y más, experimentar y hacer cosas más arriesgadas en el horno, y con horno ajeno no podés.
No podés.
Entonces, y además, bueno, otra circunstancia familiar – económica: era muy caro el taller y sacando números dije, mejor voy tratando de comprarme mi horno y armarme mi taller y hacer lo que quiera con el horno. Y así fue, me fui y empecé a trabajar al principio con cosas encontradas, tazas, tacitas. Esa serie se llamó Poética Doméstica y empezó con unas tacitas que encontré en lo de mi abuela, la que hacía cerámica, el día de su funeral. Estaban rotas y me las quise llevar de recuerdo y terminé uniéndolas como en un gesto de reparación porque estaba toda la familia peleando por la herencia.
De un drama familiar hiciste una metáfora en cerámica.
Y bueno, en ese momento intervenía piezas de cerámica porque no tenía horno todavía y las llevaba caminando a la casa del ceramista que estaba a la vuelta de mi taller y cuando llegaba me miraban y decían, ¿qué es esto? Me veían llegar con las maderas con unas cosas rotas llenas de esmalte y no entendían nada. Eran unas cosas así, una taza con un cacho de cerámica, rarísimo, por supuesto siempre con el tema de la sintaxis de dos cosas diferentes que se juntan, otra vez como la idea de collage. Siempre trabajo medio de esa forma en mi cabeza. Y bueno, poco a poco fui metiéndome de lleno en la cerámica hasta que me pude comprar mi horno y.., acá estoy.
En tus obras lo doméstico se vuelve extraño, abandonas la idea del “calor de hogar” en favor de una estética del exceso. La mejor ilustración que tengo para eso son tus obras en Cero Zen…
Lo doméstico en Cero Zen es una continuación de Poética Doméstica, que fue la serie anterior de Cero Zen, donde yo intervenía los platitos y las cosas de cerámica que originalmente eran de la casa de mi abuela, que se murió, que fue como mi madre, y después se amplió a otras cosas de cerámica que fui encontrando, recibiendo en donación, comprando, etc. Y en Cero Zen se unió. Yo había leído el libro de Peter Sloterdijk, Esferas, que hablaba de la realidad como esferas que se unen y separan de una forma muy volátil y fluida, y entonces empecé a trabajar como la idea de esas esferas, de estos mundos orgánicos, esféricos, burbujas, espumas, que son extremadamente inestables. No sé si lo leíste al libro.
Uno más de mis libros pendientes
Y aparte el libro tenía imágenes como de botellas, porque hablaba mucho de la historia, de cómo eran las conexiones entre las esferas y las burbujas. Entonces mezclé esa idea como de las esferas y las burbujas y lo orgánico con la idea de lo doméstico que ya venía, pero esta vez no usé cosas pre-hechas, sino que empecé a armar esos platos con esas pelotas, como bases raras, botellas, etc. Y además porque siempre soy muy orgánica, no puedo trabajar con la prolijidad de una geometría abstracta, ordenada. Me gusta lo sensual de la curva. La organicidad se parece más a la vida real creo yo. Caótica, impredecible, visceral.
El 2023 expusiste Cargas Peligrosas, una muestra que sintetiza la energía explosiva del Estallido y me imagino las energías reprimidas en tiempos del Covid…
Y la violencia me la imaginé como bombas, por eso tenían esa cosa como esférica (uy, de nuevo las esferas) y esos tentáculos que salían hacia afuera, hice algunas que eran como bombas-bombas, literalmente. Compré unas tulipas de vidrio en los anticuarios, en las cosas de cachureos, ampolletas de fueguitos bien kitsch y luces led como para decorar un árbol de navidad. ¡jaja! Otras bombas tenían como tentáculos y cosas que simulaban que salían hacia afuera, que gritaban o que emergían como si fueran de fuego, porque la verdad que hacer una explosión con cerámica que es un material cero etéreo, no es fácil, entonces les incorporé algún sonido, unos silbatos en cerámica que rugían y a otros les puse luces, como que el color y la luz hacían el efecto de algo que se proyectara hacia arriba, como las luces de una explosión y después tenían como formas un poco retorcidas y nombres de bombas, casi todas las obras se llamaban o grito o bomba, bombas regalos, bombas japonesas, tenían nombres como de explosiones, lava, detonación amarilla, etc. Al principio empecé pensando en la idea de bomba y después empezaron a salir las metáforas del fuego, entonces algunas simulaban fueguitos, otras lava, distintas cosas y después me di cuenta un poco que también la violencia de la explosión se empezaba como a semejar a un crecimiento, como un brote y empecé a reflexionar sobre la idea de, obviamente que la violencia es algo negativo, que nadie quiere, pero al fin y al cabo la destrucción obliga a un nuevo brote forzosamente, porque una vez que destruís todo no queda otra que reconstruir, con lo cual empecé a pensar como en los agentes de cambio a través de la violencia. Que era lo que estábamos viviendo a través de la violencia en las calles y la violencia de la amenaza de un virus mortal. Qué loco que ahora miro y muchas de las bombas se podrían parecer a los dibujos del virus del Covid, esfera y pinchos…
Y a propósito de brotes, qué se viene a futuro…
Un proyecto que se viene es un libro que me está editando Coco González Lohse y donde me escribió Ramón Castillo, que voy a presentar este año en Chile y si Dios quiere en el verano en Uruguay y el año que viene en Buenos Aires. Muestras así inmediatas no tengo nada, no he postulado a nada. Hay algunas cositas que se están cocinando a fuego lento. Vamos a ver qué sale… Estoy haciendo unos giros y experimentos de obra armando unas especies de textiles. No sé.., necesito descansar un poco de la pesadez y de la cerámica, y en el 2026 tengo una muestra en una galería en San Francisco, California, que todavía no sé bien qué voy a presentar. Estoy pensando, imaginando, y más allá de eso nada no sé nada.