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Marta Colvin, Paisajes esculpidos

13 de mayo de 2025

Bajo el título Inmensidad y forma en el paisaje se exhibe hace ya unas semanas una exposición dedicada a la obra de Marta Colvin. Condensada y contundente mini retrospectiva que permite seguir la obra de la artista desde sus inicios en la figuración hasta el desarrollo pleno de su lenguaje abstracto. La exposición abre con una sección dedicada a su obra figurativa. Marta Colvin se muestra aquí como una clásica moderna. Son figuras de proporciones alargadas, con un evidente dominio de la representación realista y en un estilo que recuerda a la escultura europea que se hizo tras las vanguardias, la llamada “vuelta al orden”, un estilo que adoptó el fascismo italiano, por ejemplo, y que conjuga la monumentalidad de la escultura académica con ciertos aspectos de la modernidad. Es desde ahí que la artista salta a una abstracción orgánica, es decir formas no reconocibles pero cuyos contornos recuerdan desde semillas hasta microorganismos, un estilo que desarrolló Hans Arp en escultura y Tanguy en pintura. “Eslabón” de 1956, una imponente pieza en madera, es un notable ejemplo de este estilo. Al recorrerla, uno parece ver, por momentos, una figura humana en tensión y por otro, la unidad mínima de una cadena, el eslabón, que le da título. Los especialistas en Colvin, han llamado a esta etapa “periodo Semilla”. Una fórmula que conjuga las referencias ya señaladas y desde luego la síntesis que Henry Moore o Barbara Hepworth, convirtieron en fórmula -y hasta lugar común- de lo moderno.

Las piezas de los sesentas y primeros setentas, muestran un cambio evidente en el lenguaje de la artista. Parecieran tanto paisajes como arquitecturas. De hecho, “Señal en el Bosque”, de 1971, recuerda por momentos la arquitectura de estilo Pradera, de Frank Lloyd Wright. Parece la descripción de una vivienda, pero también la de un paisaje, dispuesto en medio de la naturaleza como comentario y contrapunto del entorno . Cosa muy evidente en sus obras de la serie Horizonte Andino. Esculturas que, contrario a la tradición de la disciplina, se desarrollan de forma horizontal. Esa horizontalidad es una forma de evocar el paisaje y la superficie accidentada, rica en toda clase de cortes, tan característica de la cordillera. Como si la artista sintetizara, a través de estas formas que se extienden, las alturas andinas y su exuberante topografía. Fisuras que describen el relieve y los traumas de una geografía.

Los colores de Marta 

Algo que podría resultar menos evidente para una escultora, en Colvin es notoria su preocupación por el color. Está desde luego el propio de los materiales que emplea, la madera, la piedra, pero también tinciones con las que dota a las piezas de atmósferas e irradiaciones que las vuelven muy características. Está, por ejemplo, el rojo intenso de “Zarza ardiente” de 1967 o el empleo del turquesa en obras como “Vigías” de 1973 o “Machi” del año ´71. En otras piezas, pienso en “Ariki”, aparece en cambio un trabajo de sutiles tonos de verde y sepia que están administrados con un sensible y rico ojo pictórico. La superficie de la pieza está imbuida de una gran variedad de tonos dentro de su contenida gama cromática. Eso es algo que caracteriza sus obras de los años 60. La madera parece a ratos bronce patinado o cerámica, y consigue así ampliar las resonancias del material sin forzarlo. Quizás aquí también había un eco de carácter tradicional. La escultura policromada, después de todo, es parte esencial del lenguaje colonial latinoamericano. Quizás.

Pero Colvin era ante todo una escultora, cuya búsqueda principal se articulaba a partir del binomio forma-espacio. No extraña entonces, que algunas obras tengan piezas unidas con bisagras, permitiendo el movimiento de algunas unidades y por lo tanto una reconfiguración de la forma y el espacio que la circunda. La idea del volumen, que se expande a través de un registro rico en textura, tiene en “Búsqueda o jaula” de 1966, una particular variación porque aparece contenido al interior de una tabiquería que obliga al espectador a recorrer la escultura para descubrir las formas que se esconden en su interior. Hay aquí, desde luego, un encuentro entre un formalismo de carácter racionalista y una interpretación de la abstracción que tiene evidentes conexiones con las estelas mayas o la escultura y arquitectura de los aztecas. Tal vez eso es característico en todo el legado maduro de esta artista, porque Colvin pertenece a una generación del arte latinoamericano que reconoce el valor de nuestro continente cuando viaja a Europa e identifica que una porción de la modernidad muy importante se ha forjado desde una reinterpretación de acervos primitivos, ancestrales. La propia artista contó en alguna ocasión cómo Henry Moore le hizo ver que no era necesario que una artista latinoamericana acudiera a Europa a aprender escultura, pues mucha de la mejor se había realizado en nuestro continente. La obligación entonces era poner los ojos en esa tradición que las academias habían ignorado. La artista consagró su obra a ese propósito. Esta exposición es una buena prueba de ello.