Por César Gabler
Mientras escribo estas líneas Patricia Velasco exhibe “Hilo Conductor”, una retrospectiva de su obra en Casaplan de Valparaíso, Maite Izquierdo presenta “Adorado” en la misma ciudad y Josefina Concha muestra una de sus piezas en “Tono-Valor-Saturación” la exposición colectiva de Sala Gasco dedicada a la abstracción contemporánea local. Tres artistas que desde ópticas muy diferentes comparten algo en común, lo textil. Concepto amplio que reúne desde aquellas creaciones realizadas con técnicas tradicionales -como la tapicería o el tejido- a obras construidas de modo escultórico y hasta instalativo, valiéndose de las técnicas del collage. Hasta hace no mucho considerado arte de nicho, hoy el textil ha pasado a ocupar un lugar importante en la escena artística, como un lenguaje cuyas posibilidades materiales y poéticas se ven con otros ojos. Ya no un medio, como antes ocurrió con la fotografía, practicado por especialistas cuyo espacio en la escena artística era problemático o periférico. A nombres como los de la británica Sheila Hicks o Cecilia Vicuña, hoy internacionalmente consagradas, podemos sumar Nury González, Ghada Amer, Chiachio & Gianone, Cosima von Bonin, Tracey Emin, Do Ho Suh, la lista sería eterna.
Confluyen en este “boom” al menos dos aspectos esenciales: el impacto de los discursos de género y el renovado interés por las manualidades. Desde luego, la ampliación técnica del arte contemporáneo es fundamental. Y aunque telas y tejidos no son patrimonio exclusivo del mundo femenino, por siglos aquel terreno, en el mundo occidental, les fue asignado como su espacio de creación por excelencia. Tan así, que una escuela progresista como la Bauhaus, les asignó a las mujeres el taller textil como su ámbito exclusivo – y excluido- de trabajo. Integración de las damas, pero con límites. El avance político y cultural del feminismo, releyó tanto la omisión de la mujer dentro de la historia artística -clave la lectura crítica de Lida Nochlin- como las jerarquías estéticas y culturales con las que se entendía la producción artística. De ese modo, la idea de que técnicas como el bordado, el tejido o la estampación eran meramente decorativas o menores, se entendió como parte de la extensa narrativa patriarcal. No extraña tampoco, que, desde el mundo de la disidencia sexual, aquel universo fuese visto como un espacio estético y político.
Aprovechar esas técnicas, con la misma libertad que se hacía uso de objetos, fotografías o instalaciones, pasó a ser moneda corriente. Subvertir sus usos e imaginarios más comunes, también. Entender que lo textil es parte esencial de nuestra existencia, la ropa que vestimos, las mantas con las que nos cobijamos, se instaló como un hecho absurdo ignorar. El caso de Rosemarie Trockel es muy ilustrativo, en sus obras la artista alemana se vale de técnicas industriales de diseño textil, para crear pinturas minimalistas. Parodia doble del dominio masculino en ese género y de los límites entre el diseño utilitario y el arte abstracto geométrico.
No extraña, entonces, que existan artistas, que trabajen con absoluto rigor la técnica y el lenguaje textil versus posturas más eclécticas que incorporan de modo muy variable sus amplias posibilidades. Porque aquí caben hilos y lanas, telas y prendas de vestir, piezas hiladas o instalaciones. Sin embargo, más allá de cuan distantes o apegados se encuentren a la tradición, existe un compartido interés por la manualidad, y sus posibilidades expresivas y conceptuales. Lo táctil, lo cromático, lo espacial, aparecen como recursos más o menos naturales. Los recursos textiles, pienso aquí en el patchwork o el bordado, permiten desplegar una visión pictórica, puntadas de hilo como pinceladas. Trozos de tela como planos de color. Las obras de Carlos Arias o de Víctor Espinoza son ilustrativas de este aspecto.
El universo textil carga consigo tradiciones culturales, milenarias a veces, y puede reunir no solo propiedades pictóricas, también escultóricas e instalativas con suma naturalidad. Pensemos, en los trabajos pioneros de Helio Oiticica, su serie los Parangolés, eran tanto vestuario, como pieza escultórica, y se pensaban al interior de un espacio cultural y social muy específico. Las obras de Josefina Concha, que nombramos al inicio de esta nota, se despliegan con la misma y variable naturalidad contra un muro u ocupando el piso de la sala, a la manera de un volumen.
Que no extrañe, entonces, la actual importancia del lenguaje textil.