
En grandes telas de oficio impecable, Hernán Gana ha desarrollado un lenguaje en el que se fusionan el paisaje y la arquitectura. El primero comparece a través de la tradición pictórica. Bosques, lagunas, valles surgen reflejados con una paleta sutilmente melancólica, en la que súbitamente pueden aparecer carteles de neón que parecen sugerir con ironía un desastre presente o por venir, reflejos distópicos quizás, en medio de la calma seductora que ofrece la superficie pintada. Belleza engañosa. La arquitectura, en las obras de Gana, se ofrece a través de serigrafías y otras técnicas de impresión que permiten registrar planimetrías, fachadas y elementos característicos del hacer arquitectónico. Una cita al alcance espacial y técnico de la arquitectura. Y hay también, en la producción del pintor, edificios pintados; sus fachadas parecen novelas corales, convirtiendo cada habitación en un pequeño teatro secreto.
Pero en Gana, lejos de cualquier fríamente calculada intelectualización, prima un instinto romántico. Eso explica, quizás, su pasión paisajística, evidente en sus obras y exposiciones de la última década. Y un detalle curioso, pero revelador: sus travesías en bicicleta. Y es que, si los románticos se entregaban a profundas cavilaciones existenciales caminando por los senderos de bosques o montañas, Hernán Gana hace lo propio montado en su bicicleta. Ahí, como lo cuenta en esta entrevista, se empapa de la fuente de su obra.
Hábleme de tus inicios; a diferencia de muchos artistas, no estudiaste arte.
Mis inicios son bien poco ortodoxos. En un cambio de universidad en la carrera de arquitectura, probé cómo era pintar y, sin tener conocimiento del material, tratando de reproducir “realistamente” algo, se me chorreó la pintura y, al moverla, se fue armando algo mucho más interesante que lo que quería pintar. Era un mundo nuevo para mí, que se me iba regalando a medida que avanzaba. Se podría decir que partí al revés, de la abstracción a la figuración, pero sin mayor conocimiento del arte. Entonces me topé con un Matta de los 50’ que fue lo que me hizo querer hacer esto muchas veces.
Otro arquitecto que derivó a la pintura
Para mí, la pintura era la escapatoria de la arquitectura. Me gustaba cómo convivían en mí: en una estaba la medida, la fundamentación, el encargo y el programa; en la otra estaba todo lo otro. Al no haber nunca estudiado arte, se me ha hecho más largo el camino en búsqueda de una identidad y un lenguaje. Por eso mis intereses han ido variando junto con la investigación de técnicas necesarias y más coherentes con lo que quiero pintar, mientras ha avanzado mi tiempo de artista.
Después de recibirme de arquitecto, me fui a vivir a Nueva York a pintar. Ahí descubrí bien el pop desde sus inicios. Me volví loco con Rauschenberg cuando el Guggenheim lo expuso en sus dos museos, lo que me abrió la mente para decir que toda técnica vale, todo se puede decir y, bajo cierta libertad, todo se puede hacer.
¡Entonces mi búsqueda ciega siempre ha estado llena de referentes, como al cocinar! Los voy sumando como un ingrediente más que debería dar origen a un gran plato que sigue buscándose.
Sin embargo, en tu pintura termina cobrando una presencia muy significativa la arquitectura. Pese a todo, no la abandonas
En mi caso, la arquitectura es como un cáncer que está dentro tuyo y no te lo puedes sacar, pero tampoco sé si me quiero sanar de ella. Veo infinita belleza en su planimetría y lenguaje gráfico en general, y al mismo tiempo es la que me hace estar en permanente búsqueda de la belleza del espacio. Este mismo espacio, que se da tanto urbanísticamente como en la naturaleza, se entrecruza en la ciudad, en la urbanización y sus bordes.
He hecho series en las cuales se podría decir que habito la planimetría de fachadas de edificios icónicos de nuestra ciudad, como Las Torres de Tajamar, creando mis propias historias. El lenguaje de estas obras nace con el entrecruce de ver un mostrario de pinturas en el Homecenter y leer “La vida: instrucciones de uso” de Georges Perec. Una serie de rectángulos de colores en una trama que pasaban a ser departamentos habitados y cuyos colores se daban por las cortinas cerradas.
También hice una serie de carreteras, que se plantean como un sistema circulatorio de un gran organismo vivo en el cual se desarrolla la vida de otros organismos menores: los habitantes de la ciudad, nosotros. La ciudad como el gran escenario donde “performamos” nuestras vidas.
Interesante eso, la arquitectura como organismo vivo. Tal vez eso explica tu relación tan íntima con el paisaje
Mientras más pasan los años, admiro más el paisaje natural, especialmente. Pero también veo cómo el paisaje en todo el mundo ha ido variando, en una contienda entre la devastación y la conservación, con una conciencia de un cambio climático que antes no había. Es ahí cuando el paisaje se transforma en un tema político y se puede hablar de un discurso y tomar una postura frente al problema.
En ese diálogo que plantea tu obra entre la naturaleza y la intervención humana, es clave —a mi juicio— el empleo de una serie de recursos gráficos. ¿Cómo se dio ese cruce técnico?
En un principio, creo haber tenido más influencia por el diseño gráfico, que estudiaba mi señora y en el que trabajaba en Nueva York. Me interesaba más la obra de diseñadores gráficos como David Carson o las planimetrías de Tom Maine, de la oficina de arquitectura Morphosis, o de Zaha Hadid. Esto hizo que tuviera que investigar métodos para la transferencia de imágenes, fotografía y otras técnicas poco ortodoxas, que hasta el día de hoy no sé cómo permanecerán en el tiempo. Esto se sumó cuando estudié un curso de expresión gráfica en Parsons, donde me tocó de profesor un ayudante de Rauschenberg. Él me abrió la mente un poco más y me presentó técnicas que no conocía.
Llevas mucho tiempo trabajando una pintura que revisita la historia del paisaje. Pienso, en el caso chileno, particularmente en Valenzuela Llanos. Hoy la escena artística local e internacional ha incorporado el paisaje nuevamente en la agenda. ¿Cómo lees tu relación con este género y las coincidencias y distancias que reconoces entre tu trabajo y el de tus pares?
Yo creo que la persona, al igual que el artista, decanta con la edad. Los sentimientos que tengo frente a la belleza de un paisaje en la naturaleza son tan fuertes como los que siento en la ciudad. Ese sentimiento está ligado a mi esencia, más que a lo político, más que a la búsqueda de lo impactante y más que al ser humano en sí mismo, parece. Hoy en día el paisaje es testimonio de nuestro mundo; siempre lo ha sido, pero ahora es más patente por la velocidad del cambio, del crecimiento y del deterioro. Lo vemos a diario y creo que, al retratar esto, también estoy retratando al ser humano.
El “paisajismo” contemporáneo ha abierto varios lenguajes dentro de él. Creo que artistas como David Hockney, Peter Doig, Neo Rauch o Julie Mehretu son referentes que ayudan mucho a expandir los límites del género del paisaje.
En la escena local también hay varios grandes exponentes, y vienen otros incluso mejores. Insisto en que es un género que está en la naturaleza del ser humano, entonces no se trata de obsolescencia o moda. Es uno de los tres grandes temas de la pintura, y ahí se va a quedar.
Como la pintura, siempre has apostado por ella
Es verdad, siempre he mostrado pintura, pero también he hecho otras cosas: fotografía, video y otras expresiones no tan gráficas. En una época tenía muchos bonsáis; era fanático, tenía muchos y muy buenos. Siempre quise hacer una instalación ocupándolos como los elementos principales, con un discurso urbano contemporáneo. Pero después me di cuenta de que el origen del bonsái era el “penjing”: paisajes en miniatura que les hacían a los emperadores chinos que no podían salir de su palacio en la Ciudad Prohibida. Por lo tanto, ya estaba hecho. Y cuando ya tenía su reinterpretación, un verano se echó a perder un riego y murieron muchos… fin de la historia.
Por otro lado, una vez me compré en Pearl Paint todos los materiales para hacer escultura en cera y bronce. Nunca pude hacer nada importante. Hasta el día de hoy los tengo acá. Mi problema es que yo pinto el espacio, el vacío; en cambio, la escultura es el objeto, el lleno. Es un proceso que todavía está en desarrollo. Alguna vez voy a hacer algo. Creo que debería hacer algo más “instalativo” o revisitar el retablo clásico con la arquitectura contemporánea.
Y ya que hablas de intereses menos conocidos, no puedo dejar de preguntarte por tu pasión ciclística
Nunca he sabido qué me gusta más, si el arte o la bicicleta. Con el tiempo he entendido que una alimenta a la otra y viceversa. Mucho de la naturaleza que pinto sale de paseos en bicicleta. Hay ciertos paisajes, especialmente en este país, en los que uno se desespera por hacerlos propios. Entonces saca una foto. Como no es suficiente, saca un video. Y nada es suficiente para hacer permanente ese goce. Yo he llegado a la conclusión de que la forma en que más lo hago mío es a través de la pintura, trasladándolo a mi taller con la misma música que estaba escuchando. Es lo más cerca que he podido llegar a eso.