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Entrevista a Adrián Gouet

26 de octubre de 2022

Por César Gabler

Adrián Gouet Hiriart (Santiago,1982) habla con la misma soltura con la que pinta sus composiciones de variado formato. Con estudios de psicología primero y arte después (en la Universidad Católica) el artista acaba de cumplir cuarenta años el pasado agosto. Maduro, pero sin posar de tal, su obra se beneficia de su curiosidad casi infinita. Deambula por la historia del arte y las ideas y se deja inquietar por la naturaleza de las cosas. El resultado son imágenes cuya superficie pictórica desafía -y contraría a veces- nuestra percepción de la realidad. El suyo es un lenguaje realista que se vale del color y de la mutación de la imagen, para crear situaciones de misterio silente. Desconfiando de sus propios logros-que podían convertirse en fórmula- el artista viajó a Londres a cursar un doctorado en el Royal College. Debió enfrentarse a la pandemia y reformular sus planes iniciales. Una oportunidad para pensar en su obra y sus procesos de trabajo, algo de lo que conversamos en esta entrevista…

Tu última exposición, en Galería TIM es una bipersonal, cuéntanos como surgió -y por supuesto- que estás presentando

La muestra surgió de la colaboración y amistad con los directores de TIM, los artistas Benjamín Edwards y Martín Daiber. La invitación de ellos fue a participar en el programa que se propusieron como galería de realizar exclusivamente exposiciones bipersonales durante este año. Y lo interesante es que el formato de esta bipersonalidad ha sido más un experimento curatorial que la puesta en escena de una idea previamente concebida por parte de ellos —un tema, concepto, o asunto unificador— así que pudimos desarrollar un proceso de trabajo bastante libre. La pintura acabó siendo el único aglutinante con el que llegamos a armar esta exposición junto a Irma Sepúlveda, a la que titulamos “Fósil”.

¿Y de qué va lo tuyo en la muestra?

Lo que estoy presentando son ocho pinturas de un rango amplio de tamaños. A propósito del título, trabajé en ellas teniendo una idea bastante vaga pero insistente relacionada a los fósiles y sus fantasmas impresos, las escalas geológicas de la imagen. Estoy buscando respecto a nuestros imaginarios contemporáneos una especie de tono pompeyano, por así decirlo, un cuestión ruinosa y exhuberante, simultáneamente ancestral y “popera”, el eco colorido de una tragedia.

Y además parecen imágenes fundidas, cuéntame de eso

Creo que fue justamente después de visitar Pompeya, a comienzos de este año, que esa agregación o encuentro de varias imágenes en una misma tela se me hizo más nítido y atractivo como formato de trabajo. Uno veía ahí no sólo el rastro alucinante de una naturaleza muerta pintada hace más de dos mil años sobre un muro, sino que veías el muro mismo como algo igual de alucinante y sobrecogedor. A partir de esa impresión doble me puse a buscar cómo tramar dos registros de la imagen en una sola pintura, en el sentido de que las texturas y relieves de un muro podían funcionar como imagen independiente a la capa de rayados, colores y toda clase de pintarrajeos que lo cubría, y ambas podían cruzarse casi de cualquier forma, a la manera de un mapping, haciendo que aparecieran toda clase de ambigüedades bien interesantes e imprevistas. En el fondo el muro es una forma paradigmática de la imagen, como lo fue la ventana para el Renacimiento, o lo que para nosotros es la pantalla. Uno podría decir incluso que el muro es el paradigma más ancestral de la imagen, y de alguna forma he querido invocar algo de esa ancestralidad haciéndola pasar por unas paletas de color bien saturadas, un poco como también ocurre en los mismos muros del barrio Yungay, donde se emplaza la galería, que son bien pompeyanos por lo demás.

Ideas que me imagino desarrollaste-parcialmente al menos- a partir de tu experiencia reciente en Europa. En una sesión académica on line -junto a Raimundo Edwards- contabas acerca de tus procesos de producción cuando estabas en Londres y confinado en plena pandemia, ¿Cómo fue tu experiencia en el doctorado? ¿Cómo afectó a tu práctica artística?

Mi experiencia en el doctorado que estaba haciendo en Londres cambió radicalmente con la pandemia. En retrospectiva diría que esos cambios fueron positivos para mi trabajo, pero a la vez muy difíciles de asimilar en el momento en que se produjeron. Fuera de las alteraciones a nivel personal y familiar, mi práctica artística pasó varios meses a una suerte de estado de hibernación lejos del taller y la pintura, en el cual me dediqué básicamente a leer y escribir.

Eres pintor, pero tienes un interés muy concreto por el lenguaje escrito…

Precisamente, gracias a la cuarentena me liberé de la ansiedad del recién llegado que estaba teniendo de pasar la máxima cantidad de tiempo posible pintando. No quería abandonar por ningún motivo el taller, pero obviamente no me quedó otra. Me volqué a los libros y a las caminatas por esa ciudad increíble, y de a poco fui dándome cuenta de que mis ideas e inquietudes podían perfectamente seguir desarrollándose al escribir, cosa que por lo demás tenía que hacer como parte de mis obligaciones académicas. Solo que con el encierro le volví a agarrar el gusto a hacerlo, lo que había olvidado un poco. Eso fue bien importante cuando la situación se empezó a normalizar tiempo después, porque me ayudó a balancear mejor las ocupaciones del pintor con las del investigador, con lo cual el proyecto doctoral pudo seguir su rumbo, pese a todo lo que estaba pasando.

Ya que hablas de escritura una de tus pinturas ilustró la edición Anagrama de “Un verdor terrible” la extraordinaria novela de Bejamin Labatut. La imagen es una explosión atómica, algo inquietantemente actual y que atraviesa la novela…

La verdad es que la novela de Benjamín es una joya y para mí es ciertamente un honor que él haya querido que esa pintura ocupara la portada. Ha sido una gran plataforma no sólo para llegar a un público más amplio sino también para darle resonancia a lo que significa esa imagen del desastre atómico a través de la novela y su tejido tan particular. Al leerla uno pasa por muchos asuntos de corte científico pero que están conectados de una manera completamente insólita —el descubrimiento de los hoyos negros junto a las trincheras de las Primera Guerra Mundial, o el origen químico de ciertos pigmentos con las prácticas siniestras del nazismo— de modo que le hace bastante justicia al título que la novela lleva en su versión en inglés: When We Cease to Understand the World, “Cuando dejamos de entender el mundo”. Si algo tiene de monstruoso la cuestión de la bomba atómica no es simplemente su capacidad destructiva sino el hecho más inquietante y radical de que la textura misma de la realidad parece desintegrarse. Pienso que por ahí podría estar la actualidad de la que hablas.

La verdad es que mi conexión era más obvia, pensaba en las amenazas de Vladimir Putin. Volviendo a tus obras recientes, me ha llamado poderosamente la atención un enorme mural de imágenes, como un archivo visible y de múltiples entradas y conexiones

Así es, pero esa multiplicidad se ha ido produciendo de modo bien paulatino. Comencé a trabajar en lo del archivo por una razón práctica, que era la de salir de una “pana” creativa. Había llegado a un punto en mi trabajo, hace unos cinco años, donde simplemente no se me ocurría nada que no me pareciera una triste repetición de lo que ya había hecho. Así que me fui a una residencia bien lejos, cerca del polo norte, en Finlandia específicamente, donde por una serie de razones era casi imposible pintar, pero donde también el entorno geográfico era tan impresionante y extraño que pude silenciar las voces con que yo mismo me cuestionaba permanentemente el futuro de mi trabajo. Lo que hice en esa residencia fue imprimir pequeñas copias de todas las imágenes que había usado para pintar desde que empecé a trabajar. Al disponerlas sobre una gran mesa pude visualizar de forma muy clara lo repetitivas que eran, o sea, pude ver cómo yo mismo me había armado una especie de reglamento sobre mis modelos que era bastante más rígido de lo que recordaba, una norma implícita de lo “pintable” que nunca había mirado de modo tan directo. Empecé entonces a imprimir otras imágenes que tenía en el computador, además de recortar revistas y libros medios raros que encontraba en una tienda de productos de segunda mano que había en un pueblo cercano. Incorporé estas otras imágenes a esa mesa, y rápidamente aparecieron conexiones inesperadas que ampliaban los significados de las imágenes en múltiples direcciones. Eso me pareció fascinante, era un extenso territorio que explorar. Por eso, lo que llamo mi “archivo” no es otra cosa que la práctica de buscar distintas formas de visualizar las imágenes que recolecto, y de podar lo más posible los clichés con los que vienen cargadas a través de estas aglomeraciones medio caóticas, o como se dice, rizomáticas, sin una jerarquía preestablecida. Todo esto me ha acercado al trabajo de muchos artistas que piensan también su archivo como una dimensión paralela de su obra, o como un aparato creativo simplemente, en el sentido de que es un espacio de experimentación con las imágenes y sus narrativas. De toda esa experimentación se ha tratado el doctorado que he estado haciendo, y el próximo año tendré la ocasión de exponer buena parte de lo que ha resultado de ella.

Nuestro espacio, en Fundación Actual, está dedicado a artistas de mediana carrera. No solo se trata de trayectoria, también de experiencias vitales. ¿Cómo crees que puede afectar la paternidad a un artista?

Bueno, tener hijos es un cambio de escala astronómica en la vida de cualquiera creo yo. Como mi hija todavía no ha nacido —queda poco eso sí— no me atrevo a responder tu pregunta con mucha seguridad, aunque sí puedo decir que me he dado cuenta de lo siguiente: que la noticia de su llegada ha sido el mejor impulso creativo que he recibido en mucho tiempo.