Por: César Gabler
“Si no recupera el tejido ella podría vivir como el pavo real, aceptando el rol designado para los artistas en la sociedad capitalista: hacer y participar en exposiciones, revistas, libros, etc.; en otras palabras, escalar posiciones dentro de estructuras perfectamente establecidas, llenando el molde esperado, convirtiéndose en un ser impotente como todos los demás en este tipo de sociedad” Cecilia Vicuña, “Sabor a Mí”, 1973
Casi cincuenta años después de publicar este texto, Cecilia Vicuña obtuvo el León de Oro de la Bienal de Venecia, un reconocimiento importantísimo, en una de las más emblemáticas Bienales del sistema del arte. En el cine, aquello sería un Oscar. Pero eso no era todo, tan solo unas semanas más tarde volvió a ser distinguida con otro honor tan relevante como ese. La Tate Modern, que la tiene hoy en exhibición con su Quipu Womb de 2017 frente a Joseph Beuys, anunció que sería la próxima artista en ocupar su espacio más destacado, el Salón de las Turbinas (Turbine Hall) lugar en el que han expuesto figuras como Olafur Elliason, Ai Wei Wei o Anish Kapur.
Sin embargo, ni ese ni otros de sus múltiples logros pueden esconder la naturaleza profunda de su obra, anclada desde sus tempranos inicios, en sus circunstancias inmediatas. Anti sistémica antes de que se acuñara el término, desconfiaba de la institucionalidad y de las expresiones disidentes que se anclaban a ella. Prefirió su camino, uno que la llevó a compartir con comunidades indígenas de Colombia o el Amazonas o a realizar arte en las calles o en la naturaleza. Ese camino la instaló finalmente en las Bienales y los grandes museos.
Criada en una familia de políticos, artistas e intelectuales, Cecilia Vicuña -lectora voraz- se nutrió de poesía: Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y también los poetas chinos y el Tao Te King, como de historia de Chile o política. Aquella curiosidad ilimitada, que hoy la tiene fascinada con el mundo científico, es el humus que la nutre y que alimenta los proyectos de una obra que lo mismo se mueve por las aguas del activismo que de la performance, la instalación o la poesía. Fue tal vez esa condición multidisciplinar y la naturaleza heterogénea de sus fuentes: místicas y amerindias entre las principales, las que pudieron despertar la suspicacia y la distancia con sus contemporáneos en Chile. Demasiado hippie, demasiado “pachamámica”. Porque durante muchos años, su nombre figuró de un modo periférico dentro del relato artístico de los años 70 y 80, aquellos que Nelly Richard ilustró con autoridad -a veces dogmática- con la etiqueta de Escena de Avanzada.
Cecilia Vicuña nos inspira este otoño, como lo hiciera el 12 de junio de 1971 con su instalación del mismo nombre en el Museo de Bellas Artes, cuando el término no existía en nuestro glosario artístico. La artista, con ayuda de familia, amigos -y del mismo Nemesio Antúnez- dispuso miles de hojas secas en una sala de la institución. Sería solo una semana, el espacio entre la muestra que se cerraba y la que seguía, tiempo más que suficiente para su proyecto. Al final aquello se redujo a tres días. La artista concebía la pieza como una escultura, con la que el espectador podía interactuar, una pieza expuesta al trajín de los pasos y de seguro a la perplejidad de los espectadores más conservadores. Una reflexión-texto incluido- sobre la fugacidad de la vida y la urgencia entonces de hacer con ella algo. Ojalá revolucionario. La exhibición apenas si tuvo visitas y su duración se redujo tras el asesinato de Pérez Zujovic que aplazó la inauguración del 9 al 12 de junio. No quedó registro fotográfico de aquel evento, menos un video, solo el diario que la propia artista escribió de su proceso, como si la experiencia -y la memoria- fuesen más importantes que cualquier imagen. La pieza vive como relato y hace patente la reflexión que la explicaba “antes que nada esta obra no tiene preocupaciones con respecto del futuro. Existe solo para el presente, para un instante. El absoluto gozo de ese instante no se perpetúa, perpetuándolo ese gozo se termina”.
Ya ahí y con casi 23 años (los cumpliría recién un mes más tarde) la artista era dueña de una visión, de una poética propia, que le debía tanto a la historia del arte como a la poesía, los libros, la amistad y la naturaleza.
Militante comprometida con la revolución planetaria, anticipó la preocupación ecológica, convirtiéndola en uno de los ejes de su obra. Una ecología nutrida por el conocimiento de las culturas andinas. En Vicuña, muchas de sus primeras intuiciones, se han visto confirmadas por la investigación de antiguas fuentes históricas. Algo que la ha hecho sentir como parte de un saber inconsciente. Su dilatado trabajo con el Quipu, aquella compleja forma de escritura realizada a través de nudos, es solo uno de los múltiples conocimientos ancestrales que han capturado la atención estética e investigativa de la artista. Su “Quipu Womb” presentado en la Documenta 2017 puede ser una síntesis -muy celebrada por lo demás- de su lectura sensible de esta práctica cultural. La obra se ofrece tanto como una escultura que conecta suelo y cielo, como una alusión a los flujos menstruales y como un abrigo y un vientre, como sugiere el mismo título.
Vicuña cultivó una obra que rompió con los cánones estrechos del oficio artístico y de la poesía tradicional e inauguró de paso su propia concepción artística. Coincidió con movimientos como el Arte Povera o el Land Art, pero rehuyó de la forma institucional que acompañó tempranamente aquellas prácticas. Para la artista, como lo señaló en una entrevista, aquello era lo que hacía ella “pero al revés”. Los restos dispersos y negados de nuestra cultura, se unen con el hilo de su obra. Lo nimio, lo delicado, lo invisible, se convierte en esculturas frágiles, precarias. “Árbol de vida” de 1984 se estructura como una pequeña escultura móvil, construida con madera, lana, conchas y pelo de caballo.
Su arte se alimenta lo mismo de los desechos, las “basuritas” como las llama ella, que de la pintura china; de la vanguardia surrealista que del arte naif, de la revolución cubana o las ancestrales poesías indígenas. Lúcida y alucinada a la vez, inspirada a veces, reflexiva siempre. Vicuña concebía entonces -y ahora- el arte como un compromiso irrenunciable con la vida. Lo pensó así cuando en 1974 convocó a un grupo de artistas e intelectuales para solidarizar con Chile tras el Golpe Militar que le tocó vivir en Londres como becaria artística. Artists for Democracy, confirmó su vocación democrática y su capacidad de hacer del activismo un arte, uno que en su producción ilustra los ideales que defiende. “Sol y dar y dad” como rezaba uno de sus “palabrararmas”. Juegos, artificios verbales, con los que Vicuña descompone -y de paso revela- el sentido oculto, posible, soñado de términos que la inquietan. Las palabras son poderosas. Poesía y plástica caminan juntas en su obra.
La misma capacidad de jugar con el lenguaje la ha mostrado en su obra visual. Si los precarios se prendan de los residuos abandonados: conchas, palos, plumas, hilos; sus pinturas son un encuentro de experiencias que beben de las fuentes del surrealismo, la pintura americana, la miniatura persa y la cultura visual de la artista. A inicios de los 70 el trabajo pictórico de Vicuña combinaba sus experiencias personales: amor, amistad, militancia, con una fantasía naif y desbordante. Ingenuas solo en apariencia, aquellas pinturas son más accesibles hoy -a través de su reproducción-que cuando fueron pintadas hace ya décadas. El mismo espíritu comunitario que animaba a aquellas estampas -su capacidad de juego e improvisación- ha nutrido las acciones artísticas de Cecilia Vicuña. En soledad y frente a la cámara o en compañía de otros, sus obras performáticas tienen un carácter ritual casi siempre reparador. La conexión del ser humano con la naturaleza parece ocupar el centro de estas acciones.
Vicuña aparece, sin lugar a duda, como una pionera, en un escenario que tiene como preocupaciones centrales todas las banderas que ella levantó -casi en solitario- hace más de cincuenta años.